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- OndaCero
- Publicado: 22/04/2025
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Carlos Alsina reflexiona en su monólogo sobre el fallecimiento del papa Francisco, su entierro y los valores que ha inculcado en sus años como pontífice.
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Día siguiente a la muerte de un Papa. Día primero, primer día completo, de sede vacante. El periodo entre Papas en el que los católicos lloran la desaparición de su jefe espiritual, renuevan su confianza en que haya otra vida después y más allá de ésta, y aguardan a que otro hombre ocupe simbólicamente la cátedra de San Pedro. Y ejerza, nada simbólicamente, la jefatura de una institución con presencia en todo el planeta y de un Estado soberano que se rige por leyes y convenciones bien distintas a las de la mayoría de los Estados.
Emitimos desde la plaza de San Pedro del Vaticano, a las puertas de la Basílica por la que mañana empezarán a desfilar todas aquellas personas que deseen despedir, presencialmente, al hombre que se desempeñó como cabeza de la iglesia católica los últimos doce años.
Y estos tres últimos, según dejó escrito él mismo, sintiendo que el final de su vida estaba próximo y acusando el sufrimiento físico que le causó el deterioro de su salud. Francisco, el papa cuya vida se extinguió hace veinticuatro horas, redactó un testamento mínimo, de apenas un folio, en el mes de junio de 2022. Su contenido se difundió aquí anoche conforme a las instrucciones que él mismo dejó dadas y todo lo que recoge es el deseo de ser sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor —como ya se sabía, no en San Pedro— y el lugar y apariencia que ha de tener la tumba. Un nicho de la nave lateral, sin decoración alguna, y con una única palabra grabada en la piedra: el nombre por el que fue conocido como papa: Francisco.
Se cumplirá su voluntad y ese nicho sencillo y austero quedará como último testimonio de lo que este Papa quiso ser, o de cómo este Papa quiso se ha visto y recordado. En sus propias palabras, como un hombre que lo hizo lo mejor que pudo, un pecador que se esforzó en hacer el bien.
Antes de que llegue ese instante último de la sepultura, el ritual funerario de esta institución milenaria que es la iglesia católica contempla otras páginas previas que se empiezan a escribir aquí esta mañana. La primera, en rigor, se produjo anoche, cuando la autoridad interina del Vaticano procedió a sellar el apartamento en el que habitaba Bergoglio dentro de la residencia Santa Marta, más parecida a un hotel que a un palacio y que será acondicionada ahora para recibir a los cardenales que vienen ya hoy a Roma. Sellado el apartamento por el camarlengo y el secretario de Estado, los jefes de la Iglesia en funciones, digamos. E informada la opinión pública de la causa última del fallecimiento. Que, en efecto, y como se adelantó durante la mañana de ayer, fue un infarto cerebral que le indujo un estado de coma irreversible y provocó su muerte en apenas minutos.
La liturgia continúa.
Ayer nos contó la embajadora Celaá que estaba ya ultimado el viaje a las Canarias para interesarse por los miles de inmigrantes —y miles de menores— a los que las administraciones españolas —no estará mal hoy recordarlo— no han conseguido aún dar el trato que nuestra legislación les reconoce como derecho.
Y es revelador que, a la hora de recodar la figura y la doctrina de este Papa, se hayan evitado las cuestiones rabiosamente actuales y rabiosamente sociales en las que Francisco se mantuvo invariable porque invariable es la moral de la iglesia católica. Era inmoral, para este Papa renovador y, dicen, revolucionario, el matrimonio entre personas del mismo sexo; la adopción; el sexo como mero disfrute de los cuerpos; la interrupción voluntaria del embarazo; la eutanasia; el cambio de sexo.
Estas posiciones morales sobre la esencia de una religión, que es la moral que emana de su fe, han sido orilladas, voluntariamente olvidadas, por aquellos que ayer, celebrando lo que ha representado este papa, celebraron, en realidad, sólo a medio papa. O a menos de medio.
Francisco era todo a la vez: el líder moral que denunciaba la muerte de inmigrantes en el Mediterráneo y el líder moral que condenaba la eutanasia, el suicidio y el aborto. Quienes se esforzaron en verlo, o en etiquetarlo, como un dique a los reaccionarios que ganan terreno en los gobiernos de medio mundo han tenido que esforzarse ayer por olvidar que él mismo mantuvo posiciones reaccionarias ante avances sociales que tiene que ver con la libertad de cada cual para unirse, convivir o encamarse con quien le parezca oportuno. Porque Francisco era el líder de la iglesia católica. Con todo lo que eso supone y que, mucho me temo, no es troceable. Es legítimo que muchos piensen, o pensemos, que hubo más de apariencia de renovación que de renovación verdadera.
Quizá le corresponda al próximo Papa desmentir o confirmar esa impresión.
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